En estos días de fiestas navideñas siempre me vienen a la memoria escenas de algunas de sus películas, en especial las que rodó con Frank Capra, y muy en especial la famosísima ¡Qué bello es vivir! cuya proyección en televisión es casi inevitable en estas fechas, para dicha y deleite de todos los cinéfilos que nunca nos cansaremos de contemplar una película magistralmente dirigida e interpretada.
James Stewart era un tipo algo desgarbado, alto, muy delgado, de ese tipo de fisionomías que uno presume que debía de tener grandes dificultades a la hora de sentarse al volante de un coche, o en la butaca de un cine, porque no le cabían las piernas. Tenía unos andares algo patosos, una forma divertida de estirar el cuello y levantar la cabeza, un ligero tartamudeo, y pese a todos aquellos inconvenientes que para un actor debían ser verdaderos obstáculos, era capaz de transmitir con una sola mirada más de lo que se pueda decir con un monólogo de cinco minutos, porque por encima de todo eso poseía el don más preciado por cualquier artista: el encanto. Ya no era sólo una cuestión de talento innegable, sino de ese encanto; James Stewart era de esos actores que sabían hablar con los ojos, los que interpretaban papeles de personas que nunca se rinden, capaces de infundir optimismo, de dar ánimo y esperanza al espectador que encontraba creíble que pudiesen existir personas así, personajes y personas como él.
Y es que sus personajes parecían pensados para él, hechos a su medida. James Stewart fue en más de una ocasión un caballero sin espada, dentro y, estoy seguro de ello, también fuera de la pantalla. Su honestidad era tan grande que incluso sus personajes eran capaces de reconocer cuándo el mérito de alguna de las acciones que se le atribuían no había sido suyo, como sucede en la magnífica película El hombre que mató a Liberty Valance, donde nuevamente vemos a un actor desgarbado, débil físicamente pero cuya valentía se demuestra, no con una pistola, sino con su actitud ante la vida. Y es que en unos tiempos de crisis, corrupción y decadencia en los que los valores están de capa caída, siempre es bueno ver películas que nos estimulen a reflexionar sobre nuestra sociedad y a fomentar un espíritu crítico, responsable y luchador ante la adversidad, es decir, intentar al menos acercarse a las cualidades que emanan de los personajes de James Stewart, tan lamentablemente despreciados hoy: perseverancia, valentía, honradez, integridad y espíritu luchador.
En estos días siempre propicios a pensar en los buenos propósitos del año que empieza, animo a reivindicar la figura de este actor simplemente viendo alguna de sus películas, si bien, por empezar el año con una sonrisa, propondría cualquiera de sus maravillosas comedias: las de Frank Capra, Lubitsch o George Cukor. De todas sus comedias confieso que hay una por la que yo siento especial debilidad: El invisible Harvey. Si no conocen esta película, hagan por verla y comprobarán que todo lo que he dicho de James Stewart queda demostrado de una forma patente incluso en una película como ésta. Nadie salvo él hubiera sido capaz de convencer al espectador de que tenía por amigo invisible nada menos que a un conejo de dos metros de alto, más alto incluso que el propio James Stewart. Ahí es nada.