Las palmeras salvajes. William Faulkner: Las obsesiones comunicantes

119.Palmeras

Quien se ha adentrado en el mundo narrativo de William Faulkner (1897-1962) sabe que el tema central de sus historias es la obsesión de los hombres por alcanzar sus deseos, a costa de cualquier cosa, con una tenacidad y una obcecación que solo puede darse en aquellas personas de principios primitivos, casi sensuales, para alcanzar después de todo la destrucción o la desesperanza, para llegar al nihilismo de unas vidas vacías de cualquier otra cosa que no sea la necesidad de un trocito de paraíso inalcanzable. Muchas novelas podrían ilustrar este principio, pero quizás como ninguna se distingue Las palmeras salvajes (1939), quintaesencia del mundo faulkneriano, novela donde la angustia alcanza niveles difíciles de superar.

Y no solo destaca esta novela por cimentar el eje central de la temática de Faulkner, sino que acompaña también a otras en una de las características del escritor norteamericano: la búsqueda de nuevas formas de expresión dentro de la novela. En este caso, la novela está formada por dos historias completamente diferentes, que trascurren en momentos distintos en el tiempo aunque en parecidos espacios físicos, y que solo la sabiduría de Faulkner supo aunar de manera que una no se puede sustentar sin la otra, en esa forma de vasos comunicantes que tanto fascina a Mario Vargas Llosa y que es la marca de aquellos escritores que podemos considerar genios; porque solo un genio pudo darse cuenta de que una historia se podía apoyar en otra completamente distinta para que el lector se sintiera en la necesidad de seguir las dos para entender cada una de ellas.

El propio Faulkner explicó en una entrevista que acabada la primera parte de la primera historia (Palmeras salvajes) necesitó de repente la aparición de otra historia que le sirviera de contrapunto (El Viejo), como ocurre en la música. Esa técnica contrapuntística es mucho más fácil de sentir que de explicar: es más, difícilmente se puede comprender que una historia destructiva de amor, que es otra forma de hablar del amor puro, pudiera apoyarse en la historia de un salvamento por parte de un penado, en medio de un río Mississippi salvaje y arrollador. Nada une a las dos historias: absolutamente nada. Pero nadie en su sano juicio sería capaz de leer las dos historias por separado y decir que ha ganado respecto a la posibilidad que ofrece el autor de leerlas alternativamente. ¿Dónde está el truco? Solo en la imaginación gigante y fértil de Faulkner, en su tremendo instinto de escritor.

Por eso estamos ante una obra maestra, cuyo único mérito no está en esta facilidad de trenzar historias diferentes, sino en saber contarlas con la infinita seguridad que tenía el gran autor del Sur; porque si las miramos bien, las dos historias difícilmente se tendrían en pie en la pluma de otro escritor menos genial.

Por un lado, está la historia de Charlotte Rittenmeyer y Harry Wildbourne, que lo sacrifican todo por el amor y que se adentran en un terreno pantanoso, ciego y oscuro hacia la destrucción en su manía casi loca de huir de los convencionalismos del mundo. Y por otro lado, la historia del penado al que le encargan el salvamento de una mujer en una riada del Mississippi, y que es capaz de sacrificar todo, fuerzas y libertad, por cumplir sus propósitos.

El secreto se encuentra en la forma de contar de Faulkner, que no da respiro al lector: la historia solo se cuenta desde los personajes, de las cosas tal como las viven ellos, de manera que el exterior no tiene ningún sentido para el lector. Y al seguir a los personajes estrictamente en sus peripecias, con lo que de fragmentario puede haber en ello, se presenta una historia llena de incoherencias y de falta de unidad, como si el escritor nos estuviera escamoteando algo fundamental para comprender completamente la trama. Sin embargo, esta sensación es meramente coyuntural, porque un episodio sigue al otro, y lo que nos parecía falta de información en un momento dado, reaparece de repente, como una mañana de primavera, fácilmente comprensible, como si siempre hubiera estado allí, sin permitir ninguna duda a quien sigue la trama.

Es la forma de escribir de Faulkner, su manera de concebir las historias. Podrá gustar más o menos, pero sin duda alcanza con ello un alto grado de verosimilitud que quizás les falten a su desarrollo. Quiere con esto decirse que Faulkner, con sus recursos estilísticos es capaz de contar cualquier cosa, por inverosímil que parezca, porque sus dotes de escritor están por encima de sus propias historias. Es la única manera de adentrarse en el duro corazón humano con el que Faulkner dota a sus personajes. Si no fuera así, acaso no encontraríamos sentido a la pasión destructiva que une a Carlota y a Harry, en su afán de complementarse hasta la mímesis para vivir juntos una verdadera historia de amor. Hablamos de destrucción en esta historia, y sin embargo hay que decir que es una de las historias de amor más bellas que se han escrito nunca. Como pocas veces se puede decir como en este caso que el sueño de la razón produce monstruos: la pareja se adentra en un laberinto de locura hacia el que se empujan ineluctablemente, igual que se empuja el penado hacia un final terrible en su afán de salvar a una mujer embarazada a la que no ha visto nunca antes y por la cual es capaz de perder lo único que tiene, la libertad, que el río Mississippi le ha regalado y que él rechaza de una forma digna y diríamos que demencial.

Hay que dejarlo claro: es difícil encontrar una novela mejor escrita que Las palmeras salvajes. Su adjetivación es perfecta; la manera de casar los distintos planos de realidad es ejemplar. El ritmo es creciente, casi infernal al final; su forma de concebir y armonizar los recursos narrativos son los propios de un gran maestro. Leer a Faulkner siempre es un lujo: tal vez Las palmeras salvajes sea uno de los diamantes de su colección.

Las palmeras salvajes. William Faulkner. Edhasa.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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